Todos los secretos de la tierra los conoce Ismael en Cafetal del Padre, Madruga (Mayabeque). Le llegan por los pies. Así sabe lo que susurra la hierba cuando la mueve el viento, lo que dicen las raíces de los árboles, qué se oculta en el silencio de las piedras, qué húmedo mensaje deja el rocío en las mañanas limpias y luminosas del campo. Le llegan historias de las sombras proyectadas sobre el suelo y de las hojas secas cuando crujen. Todo le habla su lenguaje, y él es un magnífico intérprete.
Lo acompaña siempre Palomo, rebautizado por él. Las mujeres de la casa lo habían llamado “Cariñoso”, pero ese no era nombre para un perro que pastorea el ganado y se expone a los peligros del oficio.
A Ismael, ni cierta desconfianza por las generaciones que le han sucedido a la suya ni la nostalgia por “sus tiempos” (como dice), le impiden ser como contemporáneo de su nieto. Contemporáneos parecen cuando recorren campo juntos, descalzos los dos. “Los zapatos no se hicieron para mí”, confiesa.
Yo sospecho que no quiere renunciar a tanta sabiduría.
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