Cuántas anécdotas
podrían mencionarse acerca del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque,
de sus años de juventud, en la intensidad de la guerra y luego del triunfo
revolucionario de 1959, de su impronta musical y poética, de cómo se empinó
desde la humildad de un simple constructor hasta la cúspide del cariño de su
pueblo. Sabemos lo difícil del empeño, porque se convirtió en leyenda y esta
alberga el riesgo de la hipérbole y la subjetividad exagerada. Hoy, a un año de
su fallecimiento, se impone el reto.
Confinado a la cárcel de
la otrora Isla de Pinos tras el fallido asalto al cuartel Moncada, un día
destinado a visitas a los presos, Almeida recibe a un amigo del Reparto Poey, a
quien le presenta a Fidel.
Al marcharse el líder
revolucionario a departir con familiares, el amigo —admirado— le dice a Almeida:
«Macho, verdad que ese hombre impresiona, se ve que es un tipo grande, no solo
de tamaño, sino por la forma en que mira», a lo que el futuro Comandante
respondió convencido: «Y eso que no habló contigo antes del asalto, porque
seguro que te hubiera convencido y hoy estarías muerto o preso aquí con
nosotros».
Nunca llegó segundo al
combate
En los días iniciales
luego del triunfo revolucionario de 1959, el mismo amigo de juventud le preguntó
al Comandante Almeida cómo él, sin ser una «gente de escuela», ocupaba tan alta
responsabilidad en el ejército victorioso; su respuesta lo impactó: «Ventura, es
que yo nunca llegué segundo a un combate y jamás me fui primero».
¿Qué te parece,
Isauro?
En cada tarea asignada,
Almeida dejó su agradable impronta; sin embargo, su permanencia en Oriente como
Delegado del Buró Político, significó un escenario ideal para desplegar sus
innegables dotes de jefe eficaz y popular.
Durante uno de sus
habituales recorridos en helicóptero por el oriente del país, ordenó dirigirse
al hospital de dementes de Camagüey, en cuya fundación había participado. De
manera conmovedora, cuando los enfermos y el personal del centro se percataron
de la presencia del Comandante, se aglomeraron y semejando una formación militar
lo saludaron con frases como «¡Viva Almeida!» y otras expresiones muy
conmovedoras.
Se emocionó como pocas
veces y luego de la despedida, subió al helicóptero y no cerró la puerta —algo
prohibido—. Su acompañante creyó verle lágrimas en los ojos cuando con palabras
entrecortadas le preguntó: «¿Qué te parece, Isauro?».
Sancionaba, no destruía
Sancionaba, no destruía
No toleraba
incumplimientos o indisciplinas sin tomar las medidas correspondientes, en
especial con quienes se aprovechaban de su cargo para resolver asuntos o
necesidades personales.
En una ocasión fueron
identificadas irregularidades en la dirección de la Industria Ligera en
Santiago. Reunió a ese consejo de dirección y les demostró todas las acciones
negativas en que habían incurrido, sustituyó a los directivos, orientó medidas
en el núcleo del Partido y al observar a uno de los funcionarios muy afligido
con la sanción, le preguntó qué le pasaba. «Es que también afecta mi condición
de estudiante universitario». El Comandante quedó pensativo y más tarde pidió
mantener la penalidad administrativa, pero sin perjudicarle los
estudios.
La de Mestre la hago
yo
Un trayecto frecuente
durante su permanencia en Santiago fue el recorrido entre Siboney y la ciudad
capital; en uno de aquellos viajes, ensimismado, miraba a uno y otro lado de la
carretera. Una idea le ronroneaba en su cabeza.
Cuando llegaron a
Santiago convocó de inmediato a una reunión con las direcciones administrativa y
partidista en el territorio, donde explicó lo que había estado pensando: hacer
monumentos en homenaje a los caídos en el ataque al Cuartel Moncada, y que
destacaran el quehacer de cada uno.
Responsabilizó a
diversos sectores con la planificación y ejecución de las obras, y se asignó la
correspondiente a Armando Mestre, constructor como él. «La de Mestre la hago
yo», dijo.
El Senado del parque
Céspedes
Visitaba con mucha
frecuencia el Parque Céspedes, uno de los lugares más famosos de Santiago, y
donde tradicionalmente se reunían jubilados y personas de muy diversa
procedencia. Se relacionaba de una manera muy natural con aquella gente, que le
transmitían sin tapujos los estados de opinión del territorio.
Por eso un día se le
ocurrió organizar allí lo que llamó «el Senado», y no caben dudas que no pocas
de las decisiones que se tomaron en Santiago en aquel período tuvieron su
génesis en aquellos contactos con el Senado en el Parque Céspedes.
Alta sensibilidad con su
pueblo
La creación del
Restaurante 1800 en Santiago fue idea de Almeida. Se inspiró en un centro
similar, el 1830 de La Habana, y propuso que se distinguiera porque sirviera
para dar más cultura al pueblo santiaguero, con la adecuada utilización de
cubiertos, copas y vasos. Con ese fin exigió la más exquisita instrucción al
equipo gastronómico del lugar.
La reanimación de
Enramada
Se estaba reanimando el
comercio y la gastronomía popular en la calle Enramada, y sin previo aviso
orientó comprobar el trabajo. Él iría y pidió al chofer que condujera muy
despacio.
Por dos o tres veces
recorrió la famosa arteria de un extremo a otro. Saludaba a los transeúntes y
observaba. Algo le martillaba en el cerebro. Al final, y acompañando sus
palabras con los gestos correspondientes, preguntó con severidad. «¿Dónde hacen
sus necesidades y toman agua quienes caminen por Enramada?».
Al responderle que eso
no se había concebido, ordenó ubicar servicios sanitarios y bebederos y
determinó que la custodia estuviera a cargo de los jubilados miembros del
Senado.
Ante una tarea de
Fidel
Durante un viaje en
avioneta hacia la loma del Yarey, donde se efectuaban las principales reuniones
de la dirección administrativa y partidista de la provincia, se apreciaba gran
seriedad en su rostro. «Es que no veo avances en nuestra gestión de dirección»,
dijo a algunos acompañantes.
Al llegar a la reunión
pidió que todos se quedaran sentados. Él se mantuvo de pie y dirigiéndose a uno
de los presentes le preguntó si sabía porqué él era Comandante.
El compañero respondió
que se debía a sus valores históricos, a su participación en el ataque al
Moncada, en el Desembarco del Granma, la Sierra Maestra y en las tareas asumidas
luego del triunfo revolucionario de 1959. Un aplauso sirvió de colofón, pero el
rostro de Almeida no perdió austeridad.
«Yo soy Comandante no
solo por lo que aquí se ha dicho, sino porque nunca he dejado de cumplir una
tarea que me haya confiado Fidel, y esta de dirigir la provincia de Oriente
corro el riesgo de incumplirla por la actitud de ustedes...Y yo voy a cumplir
con Fidel.
¿Contradicciones entre
revolucionarios?
Participaban miembros
del Buró y del Comité Provincial del Partido en una reunión de control y ayuda
de la FMC a la provincia de Oriente. Una dirigente nacional leyó el informe
resumen y pidió la palabra un veterano dirigente obrero —Juan Taquechel—, quien
mencionó una serie de deficiencias en el trabajo con las mujeres que laboraban
en el Combinado Avícola, que él atendía.
Almeida lo escuchó con
detenimiento y le expresó: «Anótate esas deficiencias, porque tú eres el
responsable por el Partido de que allí esos problemas no ocurran».
Taquechel respondió
enérgicamente y dijo que no estaba de acuerdo con él, porque ya le había
transmitido esa situación. Un gran murmullo se produjo en el teatro, e incluso
algunos creyeron ver irrespeto en sus palabras. Almeida calmó los ánimos y dio
la gran lección: «Él tiene razón. Yo no recordaba el asunto. Y no lo olviden:
entre revolucionarios las discrepancias son aceptables».
Mandó a anotar en acta
los criterios del dirigente sindical y para el día siguiente orientó organizar
un recorrido —con su participación— por los centros aludidos con el fin de darle
solución al problema.
Nota: Para la
realización del presente material contamos con la valiosa colaboración del
compañero Isauro Beltrán, miembro del Buró Provincial del Partido en Oriente
durante el tiempo en que Almeida fungió allí como Delegado. También con notas y
recuerdos del compañero Ventura Manguela (ya fallecido) y amigo de juventud del
futuro Comandante.
Tomado de Juventud Rebelde
Tomado de Juventud Rebelde